REGRESO
El bosque estaba
vestido con su traje otoñal, tiñéndolo con esa romántica mezcla de colores
verdes, pardos, bermejos, ocres e incluso azafranados, sin embargo, y
paradójicamente, una ligera tela de niebla tan frágil como la seda era suficiente
para cambiarlo todo y darle un aspecto más bien tétrico. La bruma flotaba entre
los troncos de los árboles, pero se quedaba estanca, esperando a que alguna
víctima cayera en esa particular red del sotobosque. Y yo caí.
―¡Juliah, vuelve! ―voceó papá.
―¡July! ―me llamó Nathan.
―Deja de llamarme July… ―mascullé para mí.
No les hice caso. Tenía que encontrar esa pelota, ya era una cuestión de
orgullo personal.
Mi pie hizo crujir una de las ramitas humedecidas que invadían el terreno
junto con la alfombra de hojas naranjas y rojas. La pelota de béisbol estaba
ahí, justo delante, pero, de repente, cuando estaba a punto de agacharme para
recogerla, dejé de escuchar las continuas e insistentes voces de mi padre y ese
crío tonto.
Entonces, todo sucedió muy rápido.
Las imágenes que antes veía se volvieron borrosas, sumergiéndome
repentinamente en un torbellino alocado y frenético del que no era capaz de
salir, por más que lo intentaba. Varios gritos y voces se enredaron en ese
remolino convulso, confiriéndole más confusión y caos. ¡¿Qué era esto?! ¡¿Qué
estaba pasando?! No entendía nada. Lo único que sentía era un miedo atroz y
ansiedad. Sí, mucho miedo, terror, pavor… Hasta que, de una forma inopinada,
todo ennegreció y enmudeció completamente.
De pronto, los gritos regresaron, junto con las imágenes, y vi cómo algo
de color verde oscuro saltaba sobre mí. No llegó a tocarme. Noté un fuerte
empujón en mi costado y acto seguido sentí un horroroso chasquido en mi pierna
izquierda. Mi garganta profirió un alarido mientras me retorcía de dolor. Pero
eso no era nada, había algo más importante que reclamaba toda mi atención.
Me encontraba tumbada en el suelo, boca arriba. Me incorporé como pude,
aguantando ese insoportable pinchazo que aguijoneaba mi pantorrilla con saña, y
giré la cabeza súbitamente en todas direcciones, buscando con angustia y alarma
a papá. No sé por qué lo hacía, sólo sabía que mi padre estaba en un grave
peligro. Mis ojos se abrieron con horror cuando lo encontré, y todo el dolor
físico pasó a un segundo plano, ya ni siquiera fui capaz de sentirlo.
Las imágenes seguían siendo borrosas y caóticas, pero esa cruel estampa
se me clavó como una estaca de fuego.
Papá… papá estaba… muerto…
Estaba helada, pero ni el frío podía sentir. Unas cálidas manos se
posaron en mi rostro infantil, obligándolo a volverse hacia su propietario. Era
Nathan. Sus ojos grises se clavaron en los míos con angustia. Me empujó hacia
él para consolarme y mi mejilla descansó en su pecho.
―Tranquila ―murmuró, acariciando mi cabeza―. Yo te protegeré siempre, te
lo prometo.
Sus palabras llegaron a sorprenderme un poco, porque jamás me había
tratado así, pero yo seguía en estado de shock, observando con horror esa
fotografía de mi padre que ya se había fijado en mis retinas para siempre.
Su cuerpo yacía sin vida en ese terreno húmedo, una horripilante herida
de muerte manchaba de sangre su camiseta blanca, resaltando su color carmesí
con dureza, justo en la zona del corazón. Sin embargo, lo que más me impactó
fue su semblante. Éste estaba girado hacia mí, con sus ojos abiertos, mirándome
sin cesar, pero, a pesar de todo, su expresión era de felicidad…
Un ruido sordo y seco hizo que me despertara repentinamente, cogiendo el
aire con una inhalación sonoramente asustada. Miré a mi alrededor, desorientada
y todavía con esa congoja incrustada en mi pecho, hasta que vi a la anciana que
se sentaba a mi lado y por fin me percaté de dónde estaba.
El autobús que me llevaba a Wilmington se había detenido, probablemente
con un frenazo.
―Vaya, te has despertado, ¿eh? ―rio la anciana.
―Eso parece ―asentí con timidez y vergüenza.
La anciana siguió riéndose entre dientes al tiempo que llevaba la vista
hacia la ventanilla.
―Lo siento ―se disculpó el hombre al que se le había caído la bolsa junto
a mis pies.
Siempre me sentaba en el asiento del pasillo, y mi bastón también había
acabado en el suelo del mismo. El hombre lo recogió y me lo pasó, pidiéndome
disculpas de nuevo. Le sonreí malamente, negué con la cabeza para que no se
preocupase y él se dirigió hacia la salida del autocar. En cuanto varios
pasajeros se bajaron, el vehículo reinició la marcha.
Miré por la ventanilla de mi vecina de asiento y me percaté de que ya
estábamos en Marlboro, así que solamente me quedaba una parada para llegar a
Wilmington. Al final iba a tener que agradecer que la bolsa de ese hombre
aterrizase en mis pies y me espabilase, porque de no ser así, los diez minutos
que separaba a los dos pueblos me los hubiera pasado durmiendo y me hubiese
despertado vete tú a saber dónde. Aunque lo que agradecía de verdad era no
continuar con esa horrible pesadilla de siempre.
Ya habían concurrido siete años de aquello, pero no lograba que mi mente
pasara la página de ese cruel y confuso recuerdo. Sí, era extraño, vago,
difuso…, porque mi cerebro no quería evocarlo, se negaba en rotundo. Esa
pesadilla era lo único que recordaba de ese fatídico suceso, aunque sabía que
jamás se iba a borrar de mi memoria. Sin embargo, viviendo con mis abuelos se
había mitigado algo, poco, pero lo mínimo como para no soñar con ello con la
asiduidad del principio. Aún así, seguía yendo a mi psicólogo. Sí, mis abuelos
insistían en que era bueno para mí seguir viendo al señor Donovan. Y por eso
estaba aquí.
La ciudad de Boston y mis abuelos me habían proporcionado una burbuja muy
cómoda para mí, bueno, eso es lo que decía el señor Donovan. La verdad es que
mis abuelos me tenían muy consentida y sobreprotegida, tenía que reconocerlo.
Según mi psicólogo, tenía que enfrentarme a la raíz del problema para poder
superar este trauma de una vez, encararme con todos esos miedos, y no se le
ocurrió otra cosa mejor que proponer que regresase a Wilmington. Al principio
no le di mucha importancia, pero cuando el señor Donovan habló con mi abuelo y
éste aceptó ese tratamiento, casi me da algo.
¿No se daban cuenta de lo que me costaba esto? ¿De lo que suponía para
mí? Ahora bastaba con saber que estaba volviendo aquí para que todo regresara a
mi mente. Lo sabía, sabía que iba a pasar esto, y la prueba era la pesadilla que
acababa de tener hacía unos minutos. Y esto sólo era el comienzo.
Cuando murió mi padre, me marché de Wilmington para vivir con mis
abuelos. A mi madre ni la conocí, ya que falleció durante mi nacimiento, y la
única familia que me quedaba eran mis abuelos paternos y mis tíos. Los primeros
vivían en Boston y los últimos lo hacían aquí, así que no lo dudé ni un
instante. Yo tenía doce años cuando había sucedido todo, y estaba aterrada,
destrozada, confusa e ida. No sólo me había quedado coja, sino que mi padre
había sido arrebatado de mi vida para siempre, de una forma cruel y extraña. La
tía Audrey, la única hermana de mi padre, había insistido en que siguiera
viviendo con ellos, sin embargo, yo ya no quería continuar en Wilmington. Me
había ido de aquí porque no soportaba este sitio, era demasiado doloroso para
mí, pero ahora, en contra de mi voluntad, me obligaban a regresar a modo de
terapia. Estupendo.
Tenía diecinueve años, y se suponía que al ser más que mayor de edad
podía hacer lo que me diese la gana, pero no era así. Mis abuelos seguían
siendo mis tutores, y lo principal y más importante: me pagaban la carrera, así
que estaba pillada. Mi abuelo ya se había encargado de buscarme una universidad
acorde con lo que yo quería estudiar que me quedase cerca de este sitio. Y la
había encontrado. La Massachusetts College de Artes Liberales me había
aceptado. Quedaba en North Adams, muy cerca de la frontera que separa el estado
de Massachusetts con el estado de Vermont, y la Biología era una de sus carreras,
con lo cual, estaba a cuarenta minutos de Wilmington y ofrecían lo que yo
quería, así que era ideal. Bueno, hubiera sido ideal si no fuera porque tenía
que quedarme aquí, por supuesto.
En realidad, la mitad de la casa de mis tíos era mía, pues mi padre la
había comprado a medias con ellos, y al morir, me había pasado en herencia.
Daba igual, pensaba vendérsela a mis tíos en cuanto pudiera hacerlo. La
vivienda era bastante grande, y como en aquellos tiempos mis tíos no tenían
dinero suficiente para comprársela y mi padre acababa de quedarse viudo, con
una niña a su cargo y vivía de alquiler, decidieron comprarla conjuntamente y
vivir todos juntos. Así, mis tíos podían adquirirla y mi padre no estaba solo,
no tendría que llevar todo el peso de mi educación a sus espaldas. Mi infancia
entera había transcurrido en esa casa, hasta que mi padre falleció.
Mis abuelos ya lo habían arreglado todo con la tía Audrey y su marido,
Chad, que estaban más que encantados de tenerme de vuelta en su casa. No eran
los únicos. Mi prima Lucy estaba entusiasmada con la idea, porque, aparte de
que iba a vivir en su casa, mi universidad era la misma que la suya. Daba la
casualidad de que yo era su única prima ―prima chica, porque primos chicos
tenía dos―, ella también era mi única prima y encima las dos teníamos la misma
edad, así que siempre nos habíamos llevado muy bien, éramos como hermanas.
Saber que ella iba a la misma universidad era muy alentador para mí, porque ya
no tendría que enfrentarme a esos primeros días de novata yo sola, aunque
tampoco me garantizaba nada. Debido a la muerte de mi padre, yo había repetido
el último curso del colegio, así que Lucy me llevaba un año de ventaja. Eso
hacía que ella ya tuviese sus amistades en la universidad, y yo tampoco quería
incordiar ni que tuviera que cargar conmigo.
Seguí mirando el paisaje por la ventanilla. Los quince kilómetros que
distan entre Marlboro y Wilmington seguían siendo hermosos, a pesar de todo. La
carretera casi nunca dejaba de estar acompañada por los árboles que la
delimitaban a ambos lados, tan sólo dejaban ciertos claros para cederle el
protagonismo a alguna casa que otra y al paisaje que se presentaba de vez en
cuando de las praderas, los montes y los bosques tan característicos que
engalanan al estado de Vermont. Aunque aún estábamos a primeros de septiembre,
el follaje ya comenzaba a tener los primeros vestigios de los típicos colores
ocres, rojos y anaranjados del otoño. Eso me recordó a mi pesadilla, pero la
estampa era demasiado bonita como para dejar de observarla.
No me había dado cuenta de lo mucho que había añorado estas vistas hasta
este momento. Sí, tenía que reconocer que, aunque era duro para mí volver,
había echado tremendamente de menos Wilmington. Había crecido aquí, y todavía
guardaba muy buenos recuerdos de mi infancia.
Mientras el autobús seguía su trayecto y yo observaba el bello paisaje,
rememoré mis días en la escuela, mis partidos de béisbol, me acordé de Lucy y
nuestros juegos, de mis amigos, de Nathan Sullivan…
La sonrisa tonta de mi rostro se borró al instante.
Nathan. Era extraño lo que me hacía sentir su recuerdo. No sé cómo
explicarlo, porque era un cóctel de sentimientos entremezclados. Por una parte,
evocarle a él hacía que esos bonitos recuerdos que acababa de tener de mi
infancia se vieran enturbiados, porque él formaba parte de la pesadilla, era
uno de los protagonistas, junto con mi padre y yo. Además, hacía que recordase
más a mi progenitor, porque ellos siempre habían tenido un vínculo especial.
Pero por otra, e inexplicablemente, no podía olvidar esas palabras que me había
dicho en el bosque ese fatídico día. No sólo había sido lo que me había
prometido, sino el cómo lo había dicho, el cómo me había arropado entre sus
brazos. Nathan tenía doce años por aquel entonces, como yo, sin embargo, lo
había dicho con tanto convencimiento y determinación, con tanto sentimiento…
Como ya he dicho, en aquel entonces Nathan y mi padre tenían un vínculo
especial. Nathan vivía en la casa de al lado, junto a su madre y su hermano
mayor, Liam, el cual le sacaba un año. Liam y él eran los hijos del mejor amigo
de mi padre, fallecido cuando éstos tenían seis y siete años, y eso hacía que
los tratase de una forma especial, como si fueran parte de la familia, pero no
sé por qué extraña razón, Nathan era su favorito. Podía haberlo sido Liam, que
era mucho más serio y amable, pero no, su favorito era Nathan, ese niño
rebelde, pasota y chuleta con el que nadie se atrevía a meterse. Desde que su
marido había fallecido en un extraño accidente laboral, la señora Sullivan se
había dado a la bebida. Recuerdo que se pasaba casi todo el día borracha,
encerrada en su casa, sin mirar siquiera a sus hijos, así que Liam y Nathan
siempre estaban fuera de su hogar. Liam había optado por ser responsable,
adoptando el papel de hermano mayor, y por estudiar en la biblioteca,
concentrándose en sus estudios, pero Nathan había preferido pasar sus horas
muertas en la calle, haciendo gamberradas, y como tenía la mala suerte de que
era nuestro vecino, pues siempre lo teníamos rondando en nuestra propiedad.
Para mi desgracia, yo era la fijación de sus continuas burlas y fanfarronadas,
y encima, mi padre le adoraba. Por eso le detestaba, no le podía ni ver, así
que él y yo no nos llevábamos demasiado bien, y lo peor es que estaba casi todo
el tiempo con nosotros. Si mi padre y yo íbamos de excursión al lago, él se
apuntaba y se venía con nosotros. Si nos poníamos a jugar al béisbol, mi padre
le llamaba para que viniese. Y todo así. Unas veces se acoplaba él y otras le
avisaba mi padre. En fin.
Siempre supe que mi padre hubiera preferido que yo hubiese sido un chico,
y supongo que veía en Nathan a ese hijo que nunca tuvo, aunque él también me
adoraba a mí, claro.
Por un momento llegué a preguntarme qué sería de Nathan, si seguiría
viviendo en esa casa con su hermano y su madre o estaría residiendo en alguna
universidad, si continuaría siendo tan idiota como entonces o habría madurado.
Fruncí el ceño y los labios. Lo cierto es que tampoco tenía muchas ganas de
verle, me sentía rara cada vez que pensaba en él. Entonces, de repente, mi
estómago se llenó de nervios y mi corazón se aceleró cuando me di cuenta de que
también existían ciertas posibilidades de que volviera a verle. Si seguía
viviendo en Wilmington, si seguía siendo vecino de mis tíos, no sería difícil
que me lo encontrase de vez en cuando. Genial. Sabía que venir aquí era un
error. Sí, Nathan me traía demasiados recuerdos, ya empezaba a sentirme rara de
nuevo.
Suspiré.
Continué mirando por la ventanilla. Me percaté de que ya estábamos
entrando en el pueblo, pero también de que le había dedicado demasiado tiempo a
Nathan Sullivan, pues me había pasado la mitad del trayecto pensando en él,
cosa que me desagradaba, así que me esforcé en traer otro tema a mi mente. No
tardé en encontrar otro que me interesaba más: James, mi novio.
Mis amigas decían que era muy afortunada por salir con él, y así me
sentía, además, mis abuelos estaban encantados con nuestra relación. James era
el novio que toda madre quiere para su hija. Era guapo, buen estudiante,
deportista, formal, serio y muy educado. Teníamos la misma edad, pero al igual
que pasaba con Lucy, iba un curso por delante, así que él ya llevaba un año en
su universidad. Lo malo es que ésta quedaba lejos y James tenía que residir en
el Campus. La verdad es que los primeros meses de separación no habían sido muy
buenos, aunque ahora ya me había acostumbrado.
En cuanto el autobús pasó el cartel que daba la bienvenida a Wilmington,
las casas ya fueron cobrando más protagonismo en ese paisaje natural que
presentaban las ventanillas del vehículo.
El pueblo constaba de cuatro calles principales ―tres largas y una
corta―, y aunque su orientación no era exactamente la que se anunciaba en su
nombre, consistían en la East Main Street, por donde estábamos rodando para
entrar a la villa, North Main Street, West Main Street y la corta South Main
Street. El
punto de unión, o nexo, de estas cuatro calles, que formaban una perfecta “X”,
era el cruce que marcaba el centro de la villa, como si del tesoro de un mapa
pirata se tratase.
Ya habíamos traspasado el largo y serpenteante afluente del río Deerfield
varias veces, que era cruzado sin ninguna dificultad por los puentes rectos que
seguía la calzada. Éstos se integraban completamente con ella y no alteraban
nada su pendiente, hasta que no veías el riachuelo pasando por debajo de la
carretera, no te dabas cuenta de que estabas recorriendo un puente. Como ya he
mencionado, este riachuelo era uno de los afluentes del río Deerfield, el cual
dividía al pueblo en dos. El afluente nacía del río, justo en el centro de
Wilmington, se extendía hacia el Este y se enredaba continuamente con la
carretera que venía de Marlboro, jugueteando un poco con ella, era por eso que
la calzada tenía que salvarlo en varias ocasiones.
Antes de llegar al meollo de Wilmington, el río Deerfield bajaba del Noreste,
sin embargo, hacía un quiebro hacia el Sureste, después dejaba este pequeño
tramo para volver a girar, esta vez a la izquierda, y seguir parte del
intervalo de la “X” que abarca North Main Street y la totalidad de la corta South
Main Street, hasta que se cansaba y giraba de nuevo para dirigirse hacia el Noroeste.
Entonces se perdía por detrás de algunos de los edificios en un ascenso en el
que buscaba la carretera, y más tarde lo conseguía y ya pasaba a escoltar a la
West Main Street. Esto hacía que, en un mapa, el río dibujara una graciosa “U”
torcida hacia el Noroeste, bueno, al menos a mí siempre me lo había parecido.
Un puente salvaba al río y comunicaba East Main Street con West Main Street,
justo después del cruce.
El autobús dejó atrás la pizzería y después las casas pasaron a ser los
personajes principales de las vistas. Sobrepasamos la iglesia de color teja con
forma de punta de flecha, las dos gasolineras que había en East Main Street y
el último puente que vadeaba al mencionado afluente. Las bonitas edificaciones
de madera y sus jardines se repartían a ambos lados de la carretera. Entonces,
fue divisar el cruce que marcaba el centro del pueblo y el puente del río
Deerfield, y todo se multiplicó por dos, llenándolo de más vida y movimiento.
Viviendas, tiendas y restaurantes se distribuían por todas partes, además de la
comisaría de policía. Wilmington estaba bien provisto.
Muchos recuerdos se volvieron a agolpar en mi mente.
El autobús recorrió el puente y siguió rodando varios metros por West
Main Street, hasta que llegó a la parada y por fin se detuvo.
Giré la cabeza para mirar por las ventanillas del otro lado y vi al tío
Chad y a Lucy, que, como me habían dicho por teléfono, habían venido a
recogerme y ya estaban esperándome. Cogí la mochila del suelo, me levanté de mi
asiento con la ayuda de mi inseparable bastón, me puse la bolsa a la espalda y
salí al pasillo. Todas esas incómodas miradas me acompañaron durante mi
recorrido hacia las escaleras del vehículo, estudiando los posibles por qués de
mi pequeña cojera, encima era la única que me bajaba aquí. Genial. Hasta que
finalmente me apeé del mismo.
―¡Juliah! ―exclamó Lucy, acercándose a mí para abrazarme.
―Hola ―sonreí, correspondiendo su abrazo.
El tío Chad hizo exactamente lo mismo.
―Hola, cielo, ¿has tenido un buen viaje? ―me saludó él, dándome un beso
en la frente.
―Hola, tío Chad ―le di un beso en la mejilla―. Sí, se me ha hecho corto y
todo.
Eso era mentira, pero no iba a explicarle mis batallas mentales, claro.
―Estás guapísima, deja que te mire ―me dijo, separándose de mí para
hacerlo. Sus ojos bajaron, subieron y pestañeó―. ¡Niña, cómo has crecido! ¡Ya
eres toda una mujer!
―Tío… ―le regañé entre dientes, ruborizada, mirando a mi alrededor para
asegurarme de que nadie lo había escuchado.
Él soltó una carcajada al aire que se debió de escuchar hasta en Boston.
Así era el tío Chad. Sus alocados rizos de color castaño claro rebotaron varias
veces entre sí, de lo que se irguió al reírse, y para colmo era tan grande y
gordo, que se le veía a kilómetros de distancia.
El conductor también se bajó del autobús. Abrió el maletero lateral y nos
ayudó a sacar mi única maleta, de la cual se encargó mi tío. Mientras el chófer
volvía a su puesto, arrancaba y nosotros iniciábamos la marcha, me fijé mejor
en mi prima. Hacía tanto que no nos veíamos.
Su rubia y larga melena ultra lisa había desaparecido. Ahora lucía un
corte moderno que dejaba su nuca al descubierto y que era más largo a medida
que el cabello se acercaba a la barbilla, creando una media melena descendente
que le llegaba al mentón por la parte delantera.
―Vaya cambio de look ―me reí, clavando el bastón en el suelo para ayudar
a mi pierna a apoyarse.
Me reía porque Lucy no era de las que se atreven a los cambios,
precisamente, y menos con el pelo. Esto era toda una audacia para ella.
―Estaba harta de la melena ―sonrió, cogiéndome del brazo.
―Te queda muy bien ―reconocí con una sonrisa sincera.
Le quedaba realmente bien, la verdad. Lucy era muy guapa. Su cuello era
muy bonito, y ese corte de pelo lo resaltaba más. Además, iba muy bien con su
cara ovalada y sus ojos verdes.
―Veo que tú también has cambiado de imagen ―se percató, sonriéndome, al
tiempo que me observaba el cabello―. Por fin te has dejado el pelo largo.
Pues sí, después de haberlo llevado más bien corto durante mi infancia y
parte de mi adolescencia, me había dejado el pelo largo. Mi cabello, que no
tenía la suerte de ser liso como el de Lucy, sino que era ondulado, ahora caía
sobre mi espalda con una melena capeada que tenía movimiento y soltura, aunque
siempre lo llevaba amarrado en una coleta baja. También lucía un largo
flequillo de lado que medio cubría uno de mis ojos pardos. Eso sí, mantenía su
color natural, una mezcla rara que hacía que no llegara a ser rubio, porque
estaba entre un castaño claro y un dorado muy oscuro.
―Parece que nos ponemos de acuerdo para no ir iguales, ¿eh? ―reí.
Lucy acompasó mi risa y el tío Chad nos miró de reojo, sonriente.
―Pero estarías mejor si te quitaras esa goma y te soltases el cabello
―opinó ella, llevando mi larga coleta hacia delante.
―Ya, pero así estoy más cómoda.
El tío Chad se detuvo en la parte trasera de una ranchera de color gris
perla y abrió el maletero. Me extrañé de ver su vehículo ahí.
―Ah, que bien, vamos en coche ―aprobé, sonriendo con satisfacción.
La casa no estaba muy lejos del centro del pueblo, se podía llegar en
quince o veinte minutos a pie, pero si íbamos en coche, mejor, por supuesto.
―Sí, tenemos que ir a buscar a Liam ―reveló el tío Chad a la vez que
alzaba la maleta y la metía en el vehículo.
Escuchar ese nombre hizo que me diera un latigazo en el estómago. Pero no
por él.
Mi tío cogió mi mochila para hacer lo mismo que había hecho con mi
maleta, cerró el maletero y me espabilé.
―¿A… Liam? ―parpadeé.
―Eh…, verás ―mi prima tiró de mi brazo para instarme a entrar en el
coche―, tengo que contarte algunas cosas.
Por alguna razón, esa mirada tímida y ese labio mordido no me gustaban
nada.
―¿Qué cosas? ―inquirí, bajando las cejas con extrañeza, mientras tiraba
el bastón en el asiento trasero y me subía a la ranchera, junto a ellos.
El coche arrancó y se puso en movimiento, siguiendo el mismo trayecto que
llevaba a casa, por West Main Street. Mi prima se sentaba en la parte delantera
del vehículo, así que aprovechó que yo no podía ver su rostro sonrojado para
soltármelo todo.
―Liam y yo somos novios ―me desveló, disimulando con las cosas de la
guantera.
―Oh ―fue lo único que se me ocurrió decir en ese momento.
Vaya, no me lo esperaba, la verdad, y además, así, tan de repente. Pero
tampoco era para habérmelo ocultado, ¿no? No sé, a mí Liam siempre me había
caído bien, y era muy buen chico, si me lo hubiese contado antes, me hubiera
alegrado por ella. Lo cierto es que ellos dos se llevaban de maravilla cuando
eran niños, y era vox populi que a Liam le gustaba Lucy. Lo que no sabía es que
a Lucy también le gustaba Liam. Mira tú por dónde.
―¿Y por qué no me lo has contado antes? ―le regañé un poco, inclinándome
hacia delante para golpear su respaldo, con una sonrisa―. ¿Cuánto tiempo
lleváis?
Debía de ser bastante, porque para que el tío Chad fuera a recogerle y
todo… Aunque, bueno, Liam y su hermano siempre habían sido como parte de la
familia. No hice preguntas sobre este último, prefería no saber nada.
Según avanzábamos, el río se hizo visible en el lado izquierdo de la
carretera, apareciendo al dejar atrás los últimos edificios del centro del
pueblo. Pasó a unirse al recorrido de la calzada con el fin de acompañarla
hasta el lago Whitingham, también conocido como el embalse Harriman, donde
moría su curso. La esparcida y despoblada hilera de finos árboles dejaba ver su
brillante y cada vez más ancho cauce, así como los bosques casi otoñales que
remataban el decorado del fondo. Las casas, que ahora se distribuían en el lado
derecho de la carretera, fueron haciéndolo de una forma más disgregada y
separada.
―Llevan un año, más o menos ―contestó el tío Chad, riéndose entre
dientes.
Lucy carraspeó.
―Sí, un año ―confirmó con una media sonrisita de enamorada total.
―¿Un año? ¿Y no me has dicho nada en todo este tiempo? ―reí.
Mi prima y mi tío se miraron y sus semblantes se pusieron más serios,
cosa que volvía a no gustarme nada.
―Bueno, es que…
―Vamos, díselo todo de una vez ―le azuzó mi tío, dándole codazos en el
brazo―. Es peor esperar al último momento.
―¿Qué pasa? ―mis pestañas volvieron a subir y bajar sin entender nada.
―Empezamos poco después de que Liam se viniera a vivir a nuestra casa
―murmuró Lucy tímidamente.
―¿Liam vive en vuestra casa? ―pregunté, perpleja.
―Liam y Nathan viven con nosotros ―soltó el tío Chad de repente, ya un
poco harto de las evasivas de su hija.
El latigazo en el estómago fue mayor esta vez, porque Nathan aparecía en
la frase, y por un motivo que no me gustaba nada.
―¿Qué? ―murmuré con un hilo de voz.
Mis cuerdas vocales no eran capaces de emitir nada más. Me quedé
petrificada.
La vivienda de mis tíos pasó por la ventanilla, aunque casi no pude ni
verla, porque la ranchera rodó como una exhalación por esa carretera que
recorría West Main Street. Y yo seguía estupefacta.
Sabía que las probabilidades de ver a Nathan estaban ahí, que cabía la
posibilidad de que no se hubiera ido a ninguna universidad y que eso podía
hacer que le viera de vez en cuando cerca de nuestra propiedad o por el pueblo,
y eso ya era difícil para mí, pero enterarme de pronto de que vivía en la misma
casa en la que ahora iba a vivir yo, se me antojaba más que duro.
―Su casa fue embargada hace poco más de un año ―me explicó el tío Chad.
Yo tuve que tragar saliva para centrarme en lo que me estaba diciendo―. Verás,
la señora Sullivan desapareció hace un par de años, nadie sabe dónde está, y
dejó de pagar todas las deudas que tenía.
―¿La señora Sullivan ha desaparecido? ―mi perplejidad aumentaba por
segundos.
―Nadie sabe dónde está ―repitió Lucy, mirando por su ventanilla―. Ha
llamado dos o tres veces, pero sólo para decir que estaba bien y que no la
buscásemos.
―Nathan ha trabajado para intentar pagar las deudas, pero al parecer, su
madre debía mucho dinero, así que no pudo hacer nada para que el banco no
embargara la casa ―siguió mi tío.
―¿Nathan ha hecho eso? ―parecía tonta con tanta pregunta, pero es que
estaba sorprendida, la verdad. No me imaginaba a Nathan haciendo nada
provechoso.
¿Podía ser que hubiese cambiado?
―Sí, Nathan insistió en que Liam se centrase sólo en la universidad,
siempre dice que él es el cerebro de la casa y que eso no se puede desperdiciar
―asintió el tío Chad―. Liam ayudó al final, pero fue insuficiente.
Nathan siempre protegiendo a su hermano. Bueno, en eso no había cambiado,
al parecer. Era el pequeño, pero podía recordar con total claridad todas las
veces que había salido corriendo para defender al apocado de Liam de los
gamberros que se metían con él por lo que fuera. Y Nathan siempre ganaba. No sé
cómo lo hacía, pero, por muy numeroso que fuera el grupo con el que se
enfrentara, siempre salía victorioso. Liam era el más guapo de los dos, pero en
valentía le ganaba su hermano. No era tímido ni introvertido, sin embargo, a la
hora de plantarle cara a alguien, se achicaba. Además, lo de pelear no se le
daba nada bien, al revés que a Nathan, que parecía tener un don natural para eso.
Por un momento, sentí lástima de Nathan. Y de Liam. Ellos dos también
habían tenido una vida muy dura, desgraciadamente. Así que respiré hondo y
traté de calmarme. Si no tenían otro sitio al que ir, tendría que
acostumbrarme, qué remedio.
―¿Y por qué no me habéis contado esto antes? ―les regañé no obstante.
―Si te lo hubiéramos contado, no habrías venido a casa ―afirmó Lucy sin
dejar de observar por la ventanilla―. En cuanto te dijésemos que Nathan estaba
viviendo con nosotros, te hubieses echado para atrás.
Tuve que cerrar el pico, porque eso era cierto. Nathan me traía
demasiados recuerdos, recuerdos muy dolorosos, y mi prima me conocía muy bien.
―¿Y no tienen otro sitio al que ir? ―inquirí sin ningún atisbo de crítica
o censura, sino por preocupación e interés sinceros.
―No, no tienen más familia ―me contestó el tío Chad―. Lo más parecido que
tienen a una familia somos nosotros, por eso les hemos acogido. Dick lo hubiera
querido así.
Me quedé callada, tenía razón, mi padre los habría acogido sin dudarlo ni
un instante. De repente se hizo un silencio extraño en el coche, lleno de
nostalgia. No tardé en romper ese incómodo mutismo.
―Bueno, ¿y dónde hay que ir a recoger a Liam? ―quise saber, observando la
hermosa estampa que ofrecía el chispeante, serpenteante y enorme embalse, que
ya aparecía a nuestro lado.
El río acababa de morir en el impresionante y zigzagueante lago
Whitingham, el cual despejó el paisaje de una forma magistral y casi mágica.
Sus aguas, tomando rumbo sur, se abrían paso entre los árboles de los bosques
que las delimitaban y brillaban gracias a la luz del sol, que ya estaba bajo,
preparado para su no muy tardía puesta.
Este sitio también me traía recuerdos de mi infancia junto a mi padre,
aunque éstos eran buenos.
―Tenemos que recogerle en la
universidad ―dijo Lucy con la boca demasiado pequeña.
Eso ya me hacía sospechar que había
más cosas ocultas.
―¿En qué universidad? ―interrogué,
perspicaz.
―En la Massachusetts College de Artes Liberales ―se
chivó el tío Chad―. Ellos
también estudian allí.
―¿Ellos? ―no sé por qué preguntaba,
porque ya me temía lo peor.
―Sí, Liam y Nathan ―me corroboró
él.
―Oh, genial ―mascullé, mirando para
otro lado.
Estupendo. Resulta que no sólo me
iba a topar con Nathan en casa todos los días, sino que también iba a verle por
mi universidad. ¿Qué más se podía pedir? Aunque, bueno, el recinto era muy
grande, aún tenía esperanzas, puede que ni nos encontrásemos.
Calma, calma…
―Liam juega en el equipo de fútbol
de la universidad, y hoy ya empezaban los entrenamientos ―me explicó Lucy,
desviando un poco el tema―. Le queda una hora, por eso vamos a buscarle.
Como había hecho antes, no hice
preguntas sobre su hermano.
El lago se perdió de vista. La carretera no tardó en adentrarse en el
bosque nacional Green Mountain para iniciar su andadura hacia North Adams, y
era un recorrido de unos cuarenta minutos hasta nuestro destino, así que me
dediqué a observar por mi ventanilla el bello paisaje arbolado por el que nos
desplazábamos con la ranchera. Iba a tener que acostumbrarme a este viaje,
porque a partir del lunes tendría que hacerlo todos los días.
―¿Y no tiene coche? ―inquirí.
Mi prima se giró para mirarme,
sonriente.
―Sí, pero como hoy llegabas tú, nos
pareció que era mejor que fuéramos las dos a recogerle. Así, de paso, ves un
poco el Campus y tu universidad, ¿qué te parece? ―su sonrisa se amplió, así
como la abertura de sus expectantes ojos.
―Bueno, vale ―me reí.
Lucy siempre lo arreglaba todo con
su típica alegría. No sé cómo lo hacía, pero era tan risueña, que no hacía
falta más.
―Ya verás qué bien juega ―le alabó,
girándose hacia delante otra vez.
Mi prima comenzó a parlotear sobre
lo maravilloso que era Liam y lo bien que estaban juntos. Todo lo que me había
ocultado en este año referente a su relación, lo soltó en media hora. El tío
Chad se quedaba con ella de vez en cuando y eso amenizaba el monólogo de Lucy.
Me alegraba mucho por ella y por Liam, realmente parecía que lo suyo iba viento
en popa.
La ranchera siguió su rumbo con
paso presto, con ese ambiente amenizado que sirvió para que me olvidase un poco
de mi particular terapia. Recorrimos la tranquila carretera hacia el
sur, decorada con más árboles, más praderas y más bosques, y pasamos la
frontera hacia Massachusetts.
Cuando me quise dar cuenta, ya
estábamos en North Adams.