EN SU BUSCA
— NATHAN
—
El terreno
estallaba una y otra vez en violentas nebulosas de polvo que se mezclaban con
las briznas de hierba arrancadas bajo los cascos frenéticos de los caballos. La
agitada respiración de éstos tan sólo era acompasada por los sonidos nocturnos y
por las ahuecadas pisadas del galope, que parecían arrasar en los propios ecos
del bosque. Hacía horas que los árboles se habían transformado en manchas
alargadas de distintas tonalidades gracias a la vertiginosa velocidad, que
zumbaba con furia mientras nos abríamos paso y esquivábamos diestramente todo
cuanto se interponía.
Sí, nada se iba a interponer en mi camino. Nada se iba a interponer entre
July y yo. Volví a hacerme ese juramento al tiempo que mi dentadura se apretaba
con furia cuando recordaba a ese cabrón de Orfeo. No, él no me la arrebataría.
Jamás.
Sin embargo, inevitablemente, y mezclándose con mi furia en una amalgama
extraña y desconcertante, también volví a hacerme las mismas preguntas que
había estado haciéndome desde hacía cuatro días, desde que había recibido esa
carta. ¿Qué coño quería Orfeo de mí? ¿Para qué me había llamado? ¿No era de
locos? Se llevaba a July a la fuerza y después me hacía llamar. ¿Acaso no era eso
toda una provocación? Sabía de sobra que yo iría a por ella de todas formas, entonces,
¿para qué esa estúpida invitación? Sí, tenía que ser eso. Quería provocarme. Quería
que explotase de cólera en su propio reino a fin de tener la excusa perfecta para
apresarme. ¿Qué otra cosa podía ser, si no? Hijo de mala madre… Rechiné los
molares de nuevo. No tenía muy claro cómo iba a controlar toda la ira que se
revolvía dentro de mí, ni tampoco si lo conseguiría del todo, pero tenía que ser
precavido y tener cuidado con eso.
Afortunadamente, y aunque al principio la idea no me había hecho ni pizca
de gracia, no estaba solo en este viaje. Mark y los chicos ―todos menos Danny,
que seguía curándose de su pierna quemada― habían insistido en venir conmigo, ofrecimiento
con el que Igor se mostró totalmente de acuerdo, claro. Creían que así iban a
poder controlarme.
―Deberíamos hacer una parada para descansar ―opinó Mark de pronto.
―Nada de paradas. Ya queda menos ―hice crujir mi dentadura mientras
mantenía la mirada fija en esa senda que conducía a la pasarela del Sur.
―No conseguiremos nada con las mentes y el cuerpo agotados. Sería mejor…
―Tenemos que seguir, ya estamos llegando ―corté a mi amigo sin quitar la
vista del frente.
―Todavía nos quedan unas cuatro horas, por lo menos ―discutió Tom, aunque
en tono precavido―. Llevamos muchas horas galopando, todos estamos cansados,
incluso tú lo estás.
―El plazo eran cinco días, y ya es de noche ―rebatí.
―Nathan, los caballos deben descansar y tomar agua ―me recordó Luke.
Fue entonces cuando despegué mis pupilas del camino para llevarlas hacia
atrás. La piel de los equinos estaba humedecida por el sudor del esfuerzo, aunque
ellos continuarían corriendo hasta morir exhaustos, lo llevaban en las venas.
Pero también me percaté de otra cosa. Me di cuenta de cómo se miraban todos
entre sí, de cómo me observaban a mí. Se podía ver la preocupación por todo
esto en sus caras, sin embargo, el respeto que sentían hacia mí les impedía
desobedecerme. Seguirían tras mis pasos hasta caer agotados, al igual que los
caballos, me seguirían al mismísimo infierno aun sabiendo que iban a
desfallecer, si yo no consentía parar.
Mierda. No podía quitarme a July de la cabeza, ella era lo primero y más
importante para mí, pero también sabía que me estaba pasando.
Viré hacia delante y solté un resollado.
―Está bien ―accedí, tirando de las riendas con suavidad para que mi caballo
se fuera deteniendo progresivamente.
Él también resolló por los ollares mientras acataba mi petición y mis
compañeros me imitaban.
―Sólo será media hora, te lo prometo ―me calmó Mark, mirándome con
complicidad―. Echaremos unas meadas, cenaremos algo y cuando los caballos terminen
de reponerse, reanudaremos la marcha, ¿de acuerdo?
Asentí, con un suspiro que se sumaba al desborde de intranquilidad que se
escapaba por todos mis poros, y Mark concluyó con una palmada en mi espalda.
Nos detuvimos en un rincón situado en el margen de la senda, ocultos tras
unos cuantos árboles de copa baja, y nos disgregamos para atender a la primera
proposición de Mark. Al final no había sido tan mala idea. No me di cuenta de
las ganas que tenía de mear hasta ese momento. Mientras que los caballos bebían
toda el agua que podían, yo parecía estar desalojando todo el líquido de mi
cuerpo.
Después de estirar un poco las piernas, nos sentamos a cenar. No tenía ni
gota de hambre, la ansiedad y los nervios podían conmigo, pero Luke se había
molestado en poner los conejos que habíamos cazado a mediodía en las brasas,
así que me senté a cenar más por compensarle a él que por otra cosa.
Estábamos cenando aprisa para continuar con el trayecto lo antes posible
cuando, de repente, algo interrumpió el mutismo que nos rodeaba. Todos nos
pusimos en pie de inmediato y llevamos la mano a la espalda para tentar a nuestras
armas. Nos quedamos a la espera.
El repiqueteo sosegado de una marcha paralizó a los sonidos de la noche. Entonces,
un grupo de seis hombres apareció en el camino, montando en sus caballos. Sus
ropajes, de tela gruesa y color verde oscuro, eran elegantes, aunque lo que delató
realmente su identidad y procedencia fue la bandera que portaban. Un árbol
frondoso, de ramas largas y pobladas, regía en el centro del estandarte. Lo
reconocimos al instante, por supuesto. Era el emblema de las Tierras del Este.
Los protectores no se habían detenido en un principio, sino que proseguían con
su misteriosa andadura, pero sus rostros se giraron hacia nosotros cuando nos descubrieron,
y terminaron parando.
Tanto ellos como nosotros nos quedamos quietos, mirándonos. Los
protectores lo hicieron con curiosidad, y nosotros con cierta tensión. No
llevábamos la montera puesta, aunque eso no fue impedimento para que ellos también
supieran enseguida que éramos guerreros del Norte. El hombre que iba en cabeza
me contempló a mí especialmente, observándome fijamente, con aire arrogante. Le
clavé una mirada amenazante, por si acaso. No sabía qué pintaban estos aquí ni
qué se traían entre manos, pero no podía dejar que se entrometieran en nuestros
asuntos. Sin embargo, el hombre regresó la vista al frente y, sin más, hizo
proseguir la marcha, acompañado por sus compañeros.
Observamos cómo se alejaban en silencio, sin quitarles ojo. Me extrañó su
presencia por estas tierras, pero al fin y al cabo ninguno de nosotros
estábamos en nuestro territorio, así que, fuera cual fuera el motivo de su paso
por el Sur, supongo que ambos bandos decidimos evitar preguntas y problemas.
―¿Qué demonios vendrían a hacer aquí esos protectores de las Tierras del
Este? ―inquirió Mark, frunciendo el entrecejo con extrañeza.
―Ni idea ―respondí con la mirada también enrarecida.
Suspiré y me senté de nuevo para terminar con la cena lo antes posible. Mis
amigos me imitaron al segundo. Como era mi intención, acabamos con los conejos
al poco. Seguidamente, preparamos a los caballos y reanudamos nuestro veloz
galope hacia el castillo del Sur.
Tardamos algo más de tres horas en acceder a Boca Escarpada. Al atravesarlo,
sus puntiagudos dientes se veían más tenebrosos aún con el fulgor de la luz
lunar que ya asomaba desde el exterior. Apreté la dentadura y el paso para
salir de la caverna cuanto antes y, por fin, esa maldita pasarela se extendió
ante nosotros. El castillo de ese cabrón todavía estaba en lontananza, pero sus
luces se vislumbraban como fluctuantes brillos de color anaranjado. Mis ojos no
dudaron en fijarse en la torre más alta, en su parte más elevada. La ventana de
la celda de July estaba iluminada, pasando a velar a todas las demás luces;
ahora esa ventana era todo un faro para mí.
Azucé las riendas de mi caballo, suplicándole que hiciera un último
esfuerzo para mí. Pobre amigo, tendría que recompensárselo más adelante, pero
tenía que llegar a July ya, no aguantaba más.
July… ¿cómo estaría? ¿Estaría bien? ¿Le habría hecho algo malo ese hijo
de mil zorras? Mis muelas crujieron. Como ese desgraciado hubiera osado a ponerle
un solo dedo encima… esta vez no le arrancaría sólo una oreja; esta vez sería
hombre muerto.
No lo soportaba. No soportaba esta incertidumbre, esta espera… Llevaba
cuatro días conteniéndolas dentro de mí, pero ahora ya no estaba seguro de
poder seguir haciéndolo. Lo único que podía ver mi mente en estos momentos era
el rostro de July, mis últimos recuerdos junto a ella: su cuerpo desnudo, sobre
el mío, su largo cabello cayendo sobre su espalda húmeda, sobre sus hombros,
sus pechos, su sedosa piel, sus labios, sus preciosos ojos clavándose en los
míos, su risa, sus besos… Ella lo era todo para mí, y ese hijo de puta se la
había llevado a la fuerza casi delante de mis narices.
Rugí en mi interior.
Esa endiablada pasarela se me hizo más larga que todo el trayecto al
completo, aunque finalmente, ¡al fin!, llegamos a nuestro destino.
Los guardias nos abrieron la verja de la puerta en cuanto nos vieron, ni
siquiera tuvimos que frenar. Bien, ya estaban al tanto de mi visita.
Pasamos al interior de la fortaleza de inmediato, continuando con el mismo
galope, hasta que alcanzamos el patio. Allí, aminoramos la marcha y, justo delante
de la torre principal, nos detuvimos.
Me apeé de mi caballo ipso facto, seguido de Mark y los chicos, y,
corriendo, me dirigí directamente a la atalaya.
―¡Eh, tú, ¿dónde vas?! ―me increpó un protector del Sur, saltando delante
de mí para interrumpir mi rápido paso.
―Apártate de mi camino ―gruñí, notando un rayo de fuego que atravesaba mi
estómago y que ya anunciaba la pérdida de la poca cordura que me quedaba.
El protector se envaró, desenvainando su espada, y mis compañeros
respondieron a esa amenaza como acto reflejo, sacando sus katanas de la espalda
con un chillido metálico. Otros protectores se unieron a la fiesta, acercándose
con un brinco espasmódico. La tensión danzó a nuestro alrededor, jugando con
una suave brisa que despeinaba nuestros cabellos mientras todos nos clavábamos
la mirada.
El robo del Fuego del Poder todavía estaba demasiado presente.
―Basta ―se oyó de repente.
Esa asquerosa voz regia y mandona no sólo hizo que el protector se
quedase inmóvil, sino que también provocó que mi pie se quedase trabado en el
sitio. Giré medio cuerpo lentamente, ya sintiendo cómo empezaba a regurgitar la
cólera almacenada en mi estómago, y al fin me topé con ese malnacido. Se
acercaba hacia mí con paso seguro, levantando el mentón con esa arrogancia
suya.
¡Maldito!
Mis compañeros se guardaron las armas con prisas al verme. Me arrojé
hacia él, pero el inoportuno de Mark interceptó mi embuste, ayudado por Tom y Luke.
Los protectores que había por allí se pusieron alerta otra vez, aunque al ver
mi fuerte amarre no intervinieron.
―¡¿Dónde está July?! ―exigí saber, lleno de ira.
―Cálmate ―me pidió Mark, forcejeando con mis hombros.
Ese desgraciado de Orfeo izó su barbilla un poco más, esta vez con autoridad.
―Vendrá conmigo ―le mandó al protector, que se quedó estupefacto.
¿Es que se hacía el sordo?
―¡Ya me tienes aquí, así que quiero ver a July! ―grité.
Orfeo me miró fijamente, hasta que por fin contestó:
―Juliah no está en la torre.
Mi vista se quedó clavada en la suya, recelosa.
―¿Dónde la has encerrado, entonces? ―quise saber, raspando las palabras
todavía con furia.
Se quedó callado un par de segundos, observándome con una intransigencia próxima
al dominio.
―Acompáñame ―dijo al fin.
Y se dio media vuelta.
Mis muelas chocaron entre sí. ¿A qué venía tanto misterio?
Me deshice de mis amigos de un brusco tirón y comencé a seguirle. Sentía
unas ganas tremendas de aniquilarle, sin embargo, primero tenía que ver a July.
Mark y los chicos acompañaron mis pasos.
―Tú solo ―añadió de pronto, sin ni siquiera virar la cara.
Volví a machacar los molares por esa prepotencia.
―Quedáos aquí ―les ordené a mis amigos, yo sesgando el rostro para
dirigirme a ellos.
Mis compañeros tuvieron que quedarse en el sitio, mirándose los unos a
los otros con resignación, al tiempo que Mark observaba mi marcha y se mordía
el labio inferior con inquietud por lo que yo pudiera hacer.
Continué detrás de Orfeo, sin quitarle ojo. Me condujo hasta ese
emperifollado palacio y, una vez allí, recorrimos el ancho pasillo del ala
derecha del edificio. Empecé a escudriñarlo todo con frenetismo, buscando
alguna puerta que diera a la prisión de July, pero la decoración de las paredes
era tan sobrecargada, que lo que parecía ser una entrada resultaba ser un
simple marco de adorno. A medida que avanzábamos, mi nerviosismo y ansiedad por
reencontrarme con July aumentaban. Lo único que deseaba era tenerla entre mis
brazos de una vez, a salvo.
Mi impaciencia por fin se vio recompensada cuando se divisó una puerta al
fondo. La única puerta de todo el pasillo. Me adelanté a ese desgraciado,
aprovechando para darle un intencionado embiste con mi hombro, y corrí hacia
ella. La abrí con celeridad, pasando al interior de igual modo.
―¡July! ―exclamé con preocupación, buscándola con la mirada.
Pero ese despacho estaba vacío.
―Juliah tampoco se encuentra aquí ―declaró ese bastardo a mis espaldas.
Me giré hacia él, furioso.
―¡¿Qué mierda es esto?! ¡¿Por qué me has hecho venir?! ¡¿A qué coño estás
jugando?! ―voceé, cerrando las manos en puños apretados que a punto estuvieron
de arrojarse a su petulante cara.
No sé cómo me contuve. Bueno, sí, porque en ese instante recordé mis
sospechas acerca de una posible trampa para provocarme.
―Calma, guerrero, la verás, pero antes debemos hablar ―dijo, cerrando la
puerta con una tranquilidad que hasta me resultó insultante.
Eso esperaba, porque si él no me la traía, iría por todo el castillo
cargándome a quien fuera para ir en su busca, incluido él. Sin embargo, el
final de su frase llamó ligeramente mi atención.
―¿Hablar? ―mis cejas se extrañaron.
―Créeme, a mí también me resulta muy difícil olvidar nuestro último
encuentro… ―aseveró con voz y gesto rabioso, alzando la mano hacia la
cabeza.
No me había fijado hasta este momento. Su peinado había cambiado, ahora
lo llevaba de lado, cubriendo el lateral de su cara. Sus dedos retiraron un
mechón, donde apareció la ausencia de su oreja y una cicatriz reciente que la delineaba.
Vaya, al parecer no habían podido injertársela de nuevo. Tengo que
reconocer que eso me hizo sentir un poquito mejor, dentro de lo que cabe,
claro.
―Por tu culpa perdí la oreja ―masculló con dientes comprimidos.
―Debería haber apuntado a otra zona ―y mi vista bajó a su entrepierna
para que lo pillase.
Se recolocó el pelo y respiró hondo.
―No obstante, en la carta que te envié dejé claro que esto era una pequeña
tregua ―me recordó, si bien su semblante seguía mostrando su arrogancia y esa
mirada que me observaba por encima del hombro―. Sólo quiero dialogar contigo de
un asunto que te atañe.
―¿Acaso vas a reclamarme una oreja para que te la pongan a ti? ―me burlé,
aunque con expresión seria.
Ese desgraciado me fulminó con la mirada, sin embargo, se acercó al
escritorio que presidía el despacho y cogió un sobre.
―Mira esto ―dijo, sobrio, y me lo lanzó.
Lo atrapé sin problemas y lo observé. Era un sobre de color hueso,
elegante, grueso, áspero, con un sello rojo que ya había sido abierto. Cuando
me fijé en el emblema del remitente, mis ojos se abrieron con sorpresa.
―Es… de las Tierras del Este, del… Rey Damus ―murmuré sin levantar la
vista del sobre.
―Léela ―me exhortó.
Abrí el sobre y, a pesar de que me irritaba obedecer una orden suya, la
curiosidad pudo más y leí lo escrito en el rugoso papel.
Yo, Damus, el gran Damus, el
grandísimo Damus, el omnipotente, excelentísimo y divino Damus, Rey y dios todopoderoso
de las ilustres, grandiosas, poderosas y excepcionales Tierras del Este,
escribo esta carta de mi propio puño y letra para hacerle una revelación a las
Cuatro Tierras.
Yo, Damus, por la autoridad que
me otorga mi linaje divino, y ante los lamentables acontecimientos ocurridos en
las últimas fechas de los cuales he tenido constancia, revelo que me he visto
obligado a hallarme en posesión del Fuego del Poder. De todos es sabido, y yo
tomo parte en dicha aseveración, que el fuego siempre ha pertenecido a las
Tierras del Norte, no obstante, la incompetencia e impericia manifiestas en sus
funciones del Rey Eudor para velar y conservar su propio elemento, así como la peligrosa
avaricia y ambición de quienes han osado robarlo, me han forzado a tomar la
determinación que relataré más adelante a fin de evitar males mayores, he aquí,
pues, expuestos mis motivos. Es de ley que el poderoso Fuego del Poder pertenezca
a quien merezca tal honor de verdad, cuyo hecho debería quedar demostrado de
forma fehaciente y palpable ante los pueblos de las Cuatro Tierras.
Por tanto, resuelvo lo
siguiente:
Yo, Damus, Rey y dios todopoderoso
de las Tierras del Este, anuncio que en la próxima luna nueva tendrá lugar el
inicio de unos juegos de lucha que se celebrarán en el anfiteatro de mi
castillo. Los reyes y representantes de las Cuatro Tierras, entre los que se
incluye mi reino, deberán llevar un séquito de sus guerreros más fuertes y
audaces para combatir en la arena, los cuales lucharán entre sí a muerte. El
número de dicho séquito será de doce guerreros máximo. Sólo el vencedor será
digno de llevarse el Fuego del Poder. Así pues, quedáis convidados a participar
con esta misiva.
Espero vuestra participación.
Atentamente,
Damus, Rey y dios todopoderoso de
las Tierras del Este.