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«Mi caballo plateado no quería entrar en el contenedor de madera que portaba otro de los gansos. Nadie se atrevía a acercarse a él, ya que alzaba las patas con protesta y rebeldía, así que tuve que ir yo misma. Le sujeté de las riendas, logrando que se posara sobre sus cuatro cascos, y tiré de él para tratar de encaminarlo hacia la enorme caja.
―Tranquilo, tranquilo ―le susurré, preocupada por su estado.
Pero él continuaba negándose en rotundo. No sabía si se debía a que el ganso gigante le daba miedo o es que simplemente le resultaba insoportable ir encerrado.
De repente, sentí una presencia detrás y la brisa gélida me trajo un conocido olor que se internó por mis fosas nasales con ahínco. Ni siquiera había oído sus pisadas sobre la nieve. Lo que sí vi fue su dulce y caliente respiración prácticamente a mi lado, ya que se delató por el rastro que dejó al salir por su boca, a causa del aterido ambiente. Se me escapó una exhalación sorda cuando Nathan se arrimó a mí y sus poderosos brazos me rodearon para llegar a las riendas de mi caballo. Mi corazón ya había metido la quinta y mi estómago sufría otra descarga eléctrica, pero me atreví a girar mi sonrojado semblante en su dirección para observarle. Estaba completamente empapado y juraría que temblaba levemente por hipotermia, si bien eso no le restaba fuerza y misterio. Su cuerpo escultural se había pegado a mi espalda, y su cuello y el lateral de su rostro estaban muy cerca de mi cara, demasiado… Su faz viró ligeramente hacia mí y sus ojazos de plata se internaron en los míos sin prisas, con determinación, atrapándome… Nuestros hálitos se entremezclaron sin querer en esa corta distancia, aunque el mío fue más largo y logró alcanzar sus labios. Volví la vista al frente ipso facto, nerviosísima, sin embargo, no me moví ni un milímetro. Y no lo hice porque, aunque me sentía muy incómoda, mi equino no opinaba lo mismo. Mientras yo intentaba por todos los medios recuperar el aliento, el animal se relajó al instante con sus cuidadas y tiernas caricias. Nathan no dijo nada. La respiración del caballo fue calmándose conforme Nathan le hacía estratégicas pasadas con sus manos frías que, no obstante, le debían de resultar muy acogedoras, hasta que soltó un suave resollado y comenzó a caminar por la rampa de maderos por su propia voluntad, entrando en el habitáculo.
¿Cómo había conseguido hacer eso? ¿Cómo conseguía siempre que los caballos le obedecieran? ¿Acaso él podía hablar mentalmente con ellos o algo así?
Seguí sin moverme, sintiéndole todavía pegado a mi columna vertebral, e hice que mi vista retornara a él con una mezcla de sorpresa, maravilla y admiración. ¿Cómo era posible? ¿Cómo era posible que un chico que era tan despiadado con sus contendientes, que el chico que había terminado con la vida de mi propio padre, pudiera ser tan dulce y sensible con los animales? Estaba a punto de responderme a mí misma, cuando las pupilas de Nathan me engancharon de nuevo, fijas y seguras, ocasionando una sacudida en todo mi organismo. Entonces, sin mediar palabra ni apartar sus ojos de los míos, se fue despegando lentamente, hasta que se alejó de mí por completo. Me quedé aturdida, viendo cómo se acercaba a su caballo azabache y también lograba introducirle en la pequeña caballeriza».
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