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sábado, 23 de diciembre de 2017

SUR. EL ROBO


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«De repente, un ruido en el exterior me asustó, haciendo que abriera los ojos de sopetón. Una vez más, el acto reflejo me había puesto en alerta total. Respiré hondo y me dije a mí misma que seguramente había sido el viento, que había hecho crujir la madera de las fachadas.

Sin embargo, el ruido volvió a repetirse. Ya estaba mosqueada, pero cuando unos toques resonaron en el cristal de mi ventana, mi temor aumentó. Me incorporé y giré medio cuerpo en esa dirección, con el corazón retumbándome en el pecho y los ojos abiertos como platos. ¿Alguien… acababa de picar en el cristal? No se veía a nadie. ¿Quién… quién sería? ¿Algún enviado de Orfeo? ¿De Kádar…?

―July, ¿estás ahí? Abre la ventana ―cuchicheó una voz que hizo que mi corazón saltara de nuevo, aunque en esta ocasión casi se me sale por la boca, de la impresión.

No me lo podía creer… 

Nathan… ¡Nathan!

Reaccioné. Aparté la manta con una rapidez que bien se le podría atribuir a algo sobrenatural y salí de la cama de igual modo, ni siquiera cogí mi bastón.

―July ―me llamó otra vez, en voz baja.

Vislumbre su silueta a un lado de la ventana. Se encontraba encaramado al canalón, esperando a que yo le abriera por fin. 

―Nathan… ―solo fui capaz de emitir ese susurro más que emocionado.

Quité el pestillo con mis temblorosas e impacientes manos y alcé la hoja lo mejor que pude, aunque los nervios que tenía provocaron que se me encasquillase y tuviera que empujar hacia arriba otra vez.

Me aparté de la ventana, con el corazón a punto de estallar, y esperé.

Nathan no tardó más en aparecer. Se internó por el hueco de la ventana, salvando el escritorio, y sus pies, calzados por esas botas negras terminadas en esa especie de doble dedo, aterrizaron en el suelo de mi dormitorio.

Una exhalación llena de fascinación se escapó de mis pulmones cuando le vi. 

Estaba completamente empapado y su fuerte pecho se movía arriba y abajo con una respiración algo agitada, como si estuviera cansado por haber venido corriendo. Aún vestía su uniforme ninja, aunque no tenía la montera puesta ni sus armas. Se quedó inmóvil ante mí, al igual que yo. Las gotas de su pelo resbalaban por su hermoso rostro, y sus preciosos y grandes ojos plateados repasaron mi cuerpo, hasta que luego se quedaron fijos en los míos con esa mirada penetrante, ya haciéndome temblar. 

Verle aquí, delante de mí, después de todo este tiempo de agonía me pareció un sueño. Juro que sentí cómo mi alma regresaba a mí. Verle de nuevo, vivo, sano y salvo, hizo que todo el sufrimiento que me había flagelado estos días mereciera la pena con creces. Me pareció un ángel, un ángel que vestía de negro en esta oscuridad. Un ángel oscuro… 

No pude evitarlo. Me abalancé hacia él, rompiendo a llorar. Ni siquiera sentí la protesta de mi pierna izquierda. Mi pecho se estampó contra el suyo cuando le abracé, lo hice con tanto ímpetu, que su cintura baja chocó contra el escritorio, aunque a él no pareció importarle en absoluto. Le apreté con todas mis fuerzas, pero sus manos también se apresuraron a envolverme y entonces vi parte del Paraíso. Jadeé, presa del deslumbramiento. La camiseta que llevaba puesta se humedeció al contacto con la suya, pero eso tampoco me importó lo más mínimo. Por fin estaba en mi rincón perfecto, por fin le sentía conmigo. Subí las manos hasta su nuca y su pelo, tocándole con avidez para cerciorarme de que estaba aquí conmigo de verdad. Hundí mi nariz en su cuello e inspiré con todas mis ganas, dándoles a mis bronquios el privilegio de llenarse con su prodigiosa fragancia. Él hizo exactamente lo mismo al oler mi pelo y todo mi vello se puso de punta.

―Nathan… ―murmuré, emocionada.
―¿Estás… llorando por verme? ―se sorprendió, hablando con un susurro.
―Sí ―confesé.

Me despegué de él con la intención de mirarle, pero mi cuerpo no quiso separarse nada más que lo justo. Cuando me di cuenta, nuestras frentes se rozaban y nuestros ojos se enganchaban, reclamándose, hipnotizándose… Mi boca soltó otro jadeo sordo y mis mariposas resucitaron del aletargamiento al que se habían visto sometidas durante todo este tiempo sin Nathan. Saltaron con ahínco, llenándome con su energía maravillosa. Era tan guapo, tan especial, y yo le amaba tanto… 

Demasiado como para permitir que Orfeo le hiciera daño.

Tuve que forzarme con toda mi voluntad para no arrojarme a sus labios, porque toda mi alma me suplicaba que le besara con esta pasión y locura que sentía dentro de mí, aunque me separé de él rápidamente para poder conseguirlo.

―¿Qué… qué haces aquí? ―logré preguntarle.

Era obvio que no había venido para quedarse. Mi alma sintió un pinchazo de angustia, pero traté de que eso no me afectara.

Él también pareció despertarse.

―Solo quería saber si estabas bien ―desveló, dando un paso hacia mí.

Mi corazón se aceleró al ver que se acercaba.

―¿Si estaba bien? ¿Por qué… ―empecé a hiperventilar cuando llevó su mano a mis mejillas para enjugarme las lágrimas― …lo dices? ―terminé con un frágil y tonto murmullo.

Las mariposas de mi estómago aleteaban sin cesar, sin embargo, pararon cuando Nathan dejó de tocar mi rostro y sus ojazos me observaron con una gravedad que ya me puso en alerta.

―Alguien ha robado el Fuego del Poder ―reveló, tensando la mandíbula por la rabia que eso le producía.

Mi boca se quedó colgando.

―¿Que alguien… ha robado el Fuego del Poder? ―no podía creerlo, era algo demasiado grave. 
―Sí, todo fue muy extraño. Nos tendieron una trampa y caímos como verdaderos idiotas ―resopló, mirando a un lado―. No tengo ni idea de cómo lo consiguieron, pero mientras estábamos entretenidos en el bosque, alguien aprovechó para asaltar el castillo y robó el fuego ―suspiró y regresó la vista hacia mí, clavando sus ojos grises en los míos―. Tú eres la única que puede manejar el fuego, quería asegurarme de que estabas a salvo.

Me obligué a respirar.

―Y crees que ha sido Orfeo.
―Vamos, deja de llamarle así. ¿Cuándo te darás cuenta de que ese “James” en realidad es…? ―su protesta se ahogó con sorpresa al percatarse de cómo había nombrado a ese monstruo y de cómo había formulado la frase. No era una crítica, como él se esperaba, sino un interrogante casi inculpador―. ¿Le has llamado Orfeo?
―Sí. Orfeo ―asentí, bajando la vista.

Sus ojazos se entrecerraron con extrañeza, pensativos, sin embargo, el descenso de los míos hizo que me fijara en algo que no había visto antes. Su camisa ninja estaba rota en la zona de su costado derecho, a lo que se sumaba una mancha de sangre. La tonalidad negra de la tela hacía que el plasma no se advirtiera bien, pero el corte que se escondía tras el desgarrado sí que se veía. Mis ojos se abrieron con horror.

―Dios mío, ¿qué te ha pasado? ―inquirí, acercándome a él con premura.

Ni lo pensé. Empecé a desanudar su cinturón para verle la herida mejor.

―No es nada, solo es un corte ―intentó calmarme mientras yo terminaba de deshacer la lazada.

No le di opción. Abrí su camisa de un movimiento enérgico y… Dios mío, todo mi organismo se volvió loco cuando vi la impresionante musculatura de su torso. Pero Dios mío, el corte de su costado sangraba. Poco para él, seguramente, pero demasiado para mí.

―Estás… estás sangrando ―musité―. Espera… espera aquí. Te curaré.

Eché a correr hacia la puerta.

―No hace falta, July, estoy bien ―objetó con un cuchicheo que pretendió alto.

Pero yo no le hice caso y continué mi camino. Eso sí, cuando llegué a la puerta, me detuve y viré medio cuerpo hacia él.

―No… no te marcharás, ¿verdad? ―dije con un murmullo.

Nathan me mostró una de sus sonrisas torcidas y yo casi me derrito allí mismo.

―No ―prometió.

Mis labios se curvaron en una sonrisa bobalicona. Luego, me forcé a volver en mí y me giré hacia la salida para dejar la habitación.

Corrí por el pasillo medio a la pata coja, más que histérica, apoyándome en las paredes para ayudarme a guardar el equilibrio. Estaba nerviosísima. Nathan estaba aquí, en mi habitación. Estaba soñando, estaba soñando…

Entré en el baño lo más sigilosamente que fui capaz para que nadie me oyese y abrí el armario superior del lavabo de igual modo. No tenía ni idea de dónde guardaba la tía Audrey el botiquín de primeros auxilios, en realidad, ni siquiera sabía si lo tenía. Mis abuelos solían tener uno, pero mis tíos… No encontré nada tras las pequeñas y alargadas puertas de espejo, así que pasé a mirar en el bajo mueble. Tras revolver con impaciencia entre las toallas, rollos de papel higiénico y demás, por fin encontré el dichoso botiquín.

Lo cogí y salí pitando del baño.

Atravesé el pasillo en “T” otra vez arrastrando mi pierna mala, rezando para que Nathan no se hubiera cansado de esperar y siguiera en mi cuarto, hasta que finalmente me planté frente a la puerta. La abrí deprisa y sin perder más tiempo, con pánico ante la posibilidad de que mis pupilas se encontrasen con que ya se había ido. Pero ahí seguía, sentado en mi cama, alzando esos ojazos de plata cuando me vio aparecer.

Mis pies se quedaron trabados y fui consciente de que mi rostro reflejaba el deslumbramiento que me invadió al verle. Se había quitado la camisa y la estaba utilizando para taponar la herida, así que su portentoso pecho, su viril y poderosa espalda y sus fuertes brazos estaban desnudos.

Dios mío… Todo mi cuerpo temblaba, y como en el baile, otra vez me sentí pequeña e insignificante ante él.

Me llevé la mano al muslo disimuladamente. El pellizco que me infringí a mí misma fue tan fuerte, que sirvió para que reaccionase de una vez. Tomé aire, terminé de pasar a mi cuarto y cerré la puerta tras de mí.

Caminé por el dormitorio, aún nerviosa, y me senté junto a Nathan, en la cama. Él lo había hecho de lado, recogiendo una de sus piernas sobre el colchón, así que yo hice lo mismo, quedándome frente a él. Por supuesto, su aroma hizo su acto de presencia y comenzó a provocar sus efectos encantadores en mí. Tomé aire por segunda vez y posé el botiquín sobre la colcha.

―Déjame ver ―le pedí, quitándole esa camisa arrebujada de la mano para separarla de la herida. La dejé junto al botiquín y observé el corte, aunque antes no pude evitar aprovechar para echarle un buen vistazo a su torso. Tragué saliva y proseguí―. Parece que ha dejado de sangrar algo.
―Ya te lo dije, solo es un arañazo.

Los dos alzamos la vista, aunque yo la bajé enseguida, ruborizada». 





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