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viernes, 26 de octubre de 2018

SOBREVUELA OESTE


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NATHAN.

«Me planté delante del árbol en el que había fijado mi objetivo y dejé que la sacerdotisa se bajara de mi espalda.

―Ay ―gimió al apoyar la pierna.
―Esperad, os ayudaré ―saltó el principito.

¿Otra vez? 

Me interpuse con un rápido giro y agarré a la sacerdotisa a tiempo, sujetándola por la cintura. De ese modo, y con sus manos aferradas a mis hombros, logré que se mantuviera en pie.

Ella me miró a los ojos.

―Gracias ―sonrió.

Carraspeé para evitar el hormigueo y observé el árbol.

―Tendré que subirte a esa rama ―le indiqué.
―Vale ―asintió.

Mi vista se desvió hacia el príncipe.

―Tendrás que buscarte otro árbol, majestad ―le solté, burlón.

De las pupilas de Oliver se dispararon dos rayos láser, pero me lo pasé por…

―De acuerdo ―aceptó el príncipe, suspirando.

Y, al fin, se hizo a un lado.

―Podéis subiros a esta rama, alteza ―escuché que le decía Oliver en tanto mi atención regresaba a la sacerdotisa.
―¿Lista?

Se arrimó más a mí, hasta que sus tersos pechos rozaron mi torso…

―Sí ―susurró muy cerca de mi boca, clavándome una penetrante mirada.

¡Uf! Esa fragancia, sus ojazos, sus labios, su cuerpo tembloroso, húmedo pero cálido…

Me obligué a espabilar y, antes de que la cosa fuera a peor, la alcé con seguridad y precisión. Ella me ayudó con un esforzado salto, haciendo que el impulso fuera perfecto. La senté en la rama y ella se aferró con firmeza.

―¿Bien? ―le pregunté.
―Sí, genial ―cabeceó, dedicándome otra sonrisa.

El resto del grupo se fue acomodando en los árboles colindantes, los cuales distaban sobre metro y medio entre sí, y yo me instalé en la misma rama que la sacerdotisa, apoyando la espalda en el tronco. 

Los árboles nos pedían silencio con el mecer de sus hojas, sin embargo, y aunque eran invisibles a la vista, las almas se manifestaban con el sonido constante de sus desgarradores y suplicantes lamentos. Éstos parecían sobrevolar sobre nuestras cabezas, zigzagueando entre las ramas como brisas etéreas y gélidas. Pero algo más captó mi atención. 

Me fijé en los árboles que habían ocupado mis colegas y reparé en la quietud de sus hojas. Se movían, sí, pero por el efecto del suave viento. Solamente las de nuestro árbol se balanceaban con ese brío, únicamente las nuestras se movían por un efecto sobrenatural. Me estremecí para mal cuando me di cuenta de que se debía a la presencia de la sacerdotisa. Entonces, me percaté de que, desde que habíamos cruzado la frontera, las hojas de los árboles se habían ido moviendo conforme ella pasaba. Era como si esas almas… la estuvieran siguiendo. También reposaban más cuervos en nuestro árbol.

―¿Puedo? ―la voz de la sacerdotisa cortó de cuajo mis inquietantes pensamientos. Cuando la observé, su dedo estaba señalándome. Fruncí el ceño sin comprender y ella se explicó, frotándose los brazos y bajando la mirada―. Tengo… tengo frío.

No sé por qué, pero le eché un vistazo maquiavélico al príncipe, que nos contemplaba desde su árbol.

―Claro ―respondí, devolviéndole la mirada a la sacerdotisa.

Juro que creí que solo iba a aproximarse un poco más a mí en busca de algo de calor humano. Sin embargo, en vez de eso, se pegó a mi pecho con un abrazo, acurrucándose con la línea de su boca curvada por el alivio y la satisfacción.

Ahora la voluptuosidad de sus senos se apechugaba contra mi torso y el aroma que emanaba de su cabello se apoderó de mis bronquios con ganas. Podía sentir los fuertes pálpitos de su corazón, así que seguro que ella notaba los míos, que eran más que tremendos. Seguro que también  podía notar la electricidad de mi abdomen. Me quedé tieso como un idiota, con los brazos colgando sin saber qué hacer. Tras un momento eterno, conseguí que me hicieran caso y los coloqué bordeando su cintura. Y adivina. Como por arte de magia, de repente se relajaron completamente. Sí, de pronto toda indecisión se disipó y me sentí cómodo. Otra vez esa familiaridad y confianza…

―Se está bien aquí ―murmuró al cabo de unos segundos.

Sí, se estaba bien así. Muy bien. Demasiado bien. No supe qué decir ante esa confesión a mí mismo, así que permanecí mudo.

―Cómo me duelen los pies ―se quejó, emitiendo un pequeño gemido―. Los tengo helados.
―Será… será mejor que te descalces. Te secarán y te evitarás problemas mayores.
―Después. Ahora estoy muy a gusto aquí ―retozó, estrujándose un poco más en mi pecho.

De nuevo, mi garganta se quedó sin voz, y, de nuevo, sentí el calor de la electricidad en mi abdomen.

Genial.

Un llanto femenino rozó mi oreja, dejando un rastro aterido y lúgubre, estremecedor. Me puso los pelos de punta.

―Puedo sentirlas ―susurró la sacerdotisa con un hilo de voz. Mi vista descendió hacia ella, todavía con el estómago encogido―. Las almas. Puedo sentirlas.
―¿Puedes… sentirlas?
―Me están llamando.

Joder, eso acojonaba aún más.

―¿Te llaman?

Parecía gilipollas de tanto repetir las cosas, pero era inc
apaz de decir nada más, la verdad.

La sacerdotisa izó su semblante, de modo que pude ver la certeza en sus ojos. 

―Puedo ayudarlas, lo sé. Me están pidiendo ayuda, eso tiene que ser por algo.

En mi mente se hizo un mutismo al no hallar respuestas válidas.

―Anda, duérmete ―murmuré.

Ella suspiró, aunque se echó sobre mi pecho de nuevo.

―No sé si podré dormir algo.
―In… inténtalo.

Apretó su abrazo, y volví a quedarme sin respiración».















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