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martes, 17 de octubre de 2017

TERMINA LA MISIÓN EN EL OESTE


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NATHAN.

«El silencio de fuera hubiera sido sepulcral de no ser por el son de los muertos, que alargaban su plañido constante y agónico en medio de ese ambiente con olor a cementerio e iglesia vieja. Aun así, dentro de la madriguera el sonido exterior se escuchaba atenuado, casi lejano, lo que la hacía un lugar algo más acogedor.

―Podíamos haber puesto hojas secas en el suelo, está lleno de surcos ―dijo la sacerdotisa, fijándose en las hendiduras que tenía bajo su culo.

El mío también tenía alguna que otra alrededor.

―Vale, sal ahí y recoge unas cuantas ―le respondí en broma.

Dejó el terreno para observarme. Primero lo hizo con estupor, pero enseguida me mostró una de esas preciosas sonrisas que últimamente siempre coloreaban su rostro cuando estaba conmigo.

―Creo que paso.

Se me escapó una ligera sonrisa, aunque me recompuse a tiempo. Carraspeé, ladeando la cara, y continué con los codos apoyados en las rodillas para tener la espalda separada de la pared.

―¿Te duele mucho? ―me preguntó.

Al mirarla de nuevo me topé con un semblante preocupado que se estaba mordiendo el labio.

―Soy un guerrero del Norte, ¿recuerdas? Aquí nuestra percepción del dolor es otra ―y otra sonrisita, esta fanfarrona, se fugó de mi boca.

Mierda. Otra vez estaba flirteando con ella, ¿es que me había vuelto loco?

La sacerdotisa se levantó de sopetón, decidida. 

¿Qué coño…? 

Desató su cinturón y se quitó la camisa delante de mis narices, quedándose en sujetador. Tuve que parpadear para cerciorarme de que lo que estaba viendo era cierto. Eso sí, mis ojos no pudieron evitar repasar ese cuello, hombros y clavícula suaves y esos pechos colmados de erotismo cuyo sostén se encargaba de realzar aún más con la puntilla de su encaje, aunque fue peor el calambrazo que nació en mi estómago y que recorrió toda mi anatomía. Y cuando digo toda, me refiero a TODA.

Había sido por el susto, claro, ¿quién iba a esperar que hiciera algo así?

―¿Qué haces? ―inquirí con una mezcla de extrañeza y un estúpido temor. 

Ella, totalmente inmersa en su tarea y ajena a cualquier tipo de rubor por su semi desnudez, me respondió cuando rasgó la parte inferior de la prenda para sacar una tira larga.

―Voy a vendarte esa espalda.
―¿Vendármela?

Se acercó a mí y se arrodilló frente a mi careto pasmado.

―Quítate la camisa ―me pidió en tanto preparaba la tira que acababa de arrancar.

Mi incomprensible nerviosismo por su proximidad aumentó. La pantalla de mis recuerdos no necesitaba ir muy atrás para que las imágenes de las otras veces que me había curado la cicatriz sangrante de mi torso surgieran en mi mente con fuerza. Y encima ella ahora estaba en sujetador…

―No… no hace falta ―repliqué.

Pero ella no atendió a mi negativa.

―Claro que sí.

Deshizo el nudo de mi cinturón con brío y naturalidad y, como ya tenía por costumbre, abrió la prenda. Vale, reconozco que no me opuse cuando me la quitó.

―Vamos a ver ―murmuró, tirándola a un lado. Se desplazó para poder trabajar con mi espalda, dejando un velo aromático a jazmín. Se le escapó un jadeo al ver las heridas―. Esa águila te ha hecho un buen escarnio.
―¿Me ha jodido el tatuaje? ―inquirí de coña.
―Tranquilo, si fuera un tatuaje hecho con tinta normal ya no tendría remedio, pero el tuyo quedará impecable ―me calmó, siguiendo mi comedia.
―Es lo que tiene la tinta mágica ―sonreí.

Un momento, ¿me estaba mostrando amigable con ella?

―Voy a limpiarte las heridas.

Escuché cómo rasgaba otro trozo de tela y sesgué el rostro un poco hacia atrás para ver qué hacía.

―Como sigas así vas a quedarte sin camisa.

Mierda, sí, estaba siendo amigable.

―No te preocupes, me quedaba muy larga ―sonrió.

Volví la vista al frente cuando esa sonrisa me arrojó sus brazos engatusadores.

¿Por qué me latía el corazón así?

El agua se filtraba a través de las raíces que sobresalían de la pared, procedentes de los árboles de la superficie. No me hizo falta mirar para saber que la sacerdotisa se servía de ellas para empapar el retal que acababa de cortar ahora mismo. Con él, comenzó a limpiar los cortes.

―¿Te escuece? ―se preocupó.
―No. 

Terminó de lavar mi espalda en silencio, con sumo cuidado. A pesar de que la húmeda tela rozaba mis heridas, la delicadeza de la sacerdotisa me estimulaba tanto, que incluso me ponía el vello de punta. Dios, sí que estaba loco de verdad. 

―Ya están limpias ―declaró con un hilo de voz―. Sin la sangre el escarnio parece menos escarnio.

Estaba tan fresco y tan a gusto, que no pude decir nada, la verdad.

Pasó a vendármela, empleando la misma ternura. Cuando sus manos rodearon mi pecho para pasar la tela por delante, noté su aliento en mi nuca. Uf. Otra vez me estremecí, aunque en esta ocasión se afianzó en mi cuerpo con más ahínco. La cosa empeoró. Sus dedos rozaron mi piel al hacer el nudo y la temperatura de mi organismo aumentó súbitamente.

―Gracias ―murmuró de pronto.

Giré el rostro hacia ella, extrañado.

―¿Por qué?

Levantó esa mirada tan dulce. Y, maldición, estaba tan cerca… Su aroma, y la atracción de sus ojos, embriagaban todos mis sentidos…

―Por protegerme del águila. Por protegerme siempre ―susurró a un palmo de mí».






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